CAMINATA 02
Brazo Oriental, Jacinto Vera, Goes
No estoy totalmente segura de llamar a esta caminata cero-dos. Se hace un poco difícil contabilizarlas. Hay una caminata que sucedió entre la uno y la dos, una noche que fui a ver una obra de teatro y recorrí el centro. Fue de esas noches que se remueven muchas cosas y las reflexiones y comentarios saltan para todos lados. O quizás sí puedo llamarla así, dado que fue la segunda vez que me propuse un punto de partida y una idea de posible camino para ir a pie, atenta al entorno que me rodea. En fin, a veces, además de distraerme me desordeno, incluso antes de empezar.
Supongo que me recuerdan de la Caminata cero-uno, pero por las dudas me presento nuevamente: soy Itzá, el personaje que pretende encarnar un cuerpo colectivo de mujeres que caminan por la ciudad para acercarles las experiencias que sintetizan esas andanzas.
Esta vez, acordamos un punto de encuentro al que todas vamos a llegar en ómnibus, ya que queda a una distancia considerable desde nuestros diversos lugares de salida y tenemos por delante una caminata que no suele durar menos de dos horas.
Es miércoles y resolvimos el encuentro para las cuatro de la tarde en los Cuernos de Batlle1. No estoy segura al respecto de dónde colocar el punto de comienzo de este relato: si a partir de que nos encontramos o ya desde que estoy en uno de los bondis que se dirigen al monumento en cuestión. Creo que si comienzo en el ómnibus me salgo de la consigna, pero si hago el recorte pierdo la posibilidad de compartirles las sensaciones que me acompañan desde que salgo de casa, o del trabajo. Así que me voy a otorgar esa libertad y voy a extender un poco los límites pautados.
El Bondi
Retrocedo a las 15:30 de ese miércoles de setiembre en Montevideo, en la incomodidad de un bus que se calienta como una lata infame porque el sol de la tarde está súper fuerte. Miro mi entorno y —como suele pasar en primavera— hay gente de campera y gente de manga corta. Me detengo un ratito en las ropas, los colores, las formas que eligen las personas para salir al mundo. Esta vez yo soy de las que va con ropas livianas, así y todo, el calor del bondi cerrado se me hace un poco intenso, me lo tomo como un adelanto de los calores que, se supone, traerá la menopausia. Como si este estado fuera una muestra de lo que me va a alcanzar en más o menos años y me pregunto ¿cómo será en ese momento soportar el sofoco en este encierro?
También es justo decir, que en días menos calurosos —y para mi más agradables— disfruto mucho el viaje en bondi, si logro ir sentada es un buen espacio para leer, para escuchar música o para dejar a la cabeza divagar. Otra es la historia si te toca ir parada, o cómo en este caso, que, aunque conseguí un asiento en la última fila, el calor es intenso y el viaje corto, con lo cual ni siquiera intento abrir un libro. De hecho, elijo el asiento del medio de la fila trasera, porque me bajo en unas paradas y me resulta más práctico.
En el ir y venir de mis pensamientos detengo la mirada en la bolsa de regalos que sostiene la mano de un señor. Por la bolsa sobresale la cabeza de un osito de peluche. Veo como el simpático paquete se acerca por el pasillo, hasta que el hombre que lo sostiene se ubica en el asiento que queda en mi misma fila, pero junto a la ventana. Nos separa un asiento vacío. Es en ese momento cuando noto la mirada incómoda. El hombre gira su cabeza hacia mí y fija la mirada intimidante sobre mi persona. En el tránsito, que se detiene un momento, escucho como nos pasan por al lado unas sirenas frenéticas. El hombre me sigue mirando. Entre el barullo que genera la calle alcanzo a pensar: “¡Que me mire! Prefiero seguir sumergida en esta ajenidad y no darle espacio”. En definitiva, la cantidad de personas presentes y la luz del día me hacen sentir muy segura.

El parque de las esculturas
Llego primera al punto de encuentro. En el grupo de Whatsapp se anuncian las demás como demoradas por varios minutos. Todavía desde la parada de bus miro el entorno para evaluar dónde esperarlas. La rotonda que guarda al monumento no parece ser el lugar más acogedor, pero entonces me doy cuenta de que a mis espaldas está ese parque al que no vengo desde hace mil años. Le pego un vistazo, y lo primero que observo es una señora de pelo muy blanco, que encogida sobre sí, escribe en un cuaderno o en una revista. Ese acto, ese cuerpo, pequeño en la inmensidad de verde, de esculturas y de personas me hace percibir el lugar como seguro. Ingreso al parque y busco un lugar donde ubicarme.
Me siento entre el sol y la sombra, justo en la mitad, no porque no sepa lo que quiero, sino porque lo que quiero es, ni más ni menos, eso: un poco de sol y un poco de sombra. Enseguida entiendo que elegí mal la ubicación, el olor que se percibe es extremadamente desagradable. Basta erguir la mirada para que salte a la vista el foco pestilente, la papelera en la que la gente va dejando depositada la caca de los perros que salen a pasear. Claramente no eligieron el mejor diseño para el dispositivo destinatario de tantas cacas.
De todos modos, en un lapso muy breve de tiempo se van acercando mis otras partes, así que decido permanecer en ese lugar pese al olor, total ya nos vamos. La última que falta para completar este cuerpo se anuncia con una foto de la señora de pelo blanco escribiendo. Pregunta dónde estoy. Después de unos saludos afectuosos en los que unifico la totalidad de mis partes salgo a caminar.
El Filtro
Nací entre 1985 y 1996. Debe ser por eso que mis partes se hacen preguntas de todo tipo entre sí. Por ejemplo, cuando me pregunto cómo fue ir a la escuela con una ceibalita, y me río un poco de esa parte de mí a la que llamo la nati, por nativa digital. Del mismo modo, hay otras partes que cuando pasamos frente al Shopping Nuevo Centro se preguntan qué era lo que había ahí antes de que se convirtiera en ese aparatoso centro comercial. Pregunta a la que yo misma puedo responder —“ahí estaban los galpones o talleres de Cutcsa”. Esas palabras me trasladan inmediatamente a 1994.
Si considero mi primer nacimiento —junto con la democracia de este país— se puede entender que en 1994 la democracia y yo éramos unas niñas de nueve años. “Liberar a los presos por luchar” era una consigna aún muy presente. El reconocimiento de la tortura en situaciones de detención también. Así que no era de sorprenderse que ante el pedido de asilo político de un grupo de vascos que estaban en huelga de hambre para intentar impedir la extradición —situación que los llevó a su hospitalización en El Filtro— la gente se volcara a la calle para defender la vida de esas tres personas.
La brutal represión que desató el expresidente Luis Alberto La Calle (padre del actual presidente de nuestro país) por la congregación de aquellas personas, dejó un saldo de dos muertos y varias personas heridas. Mi niña de nueve años lo recuerda muy bien, porque su madre y su padre estaban ahí y podía sentir el miedo. También recuerda los cuentos en casa al otro día, en los que se describía la represión inhumana que desataron a las 5 de la tarde, donde manifestantes, milicos a caballos, personas viejas, tiros e infancias que salían de la escuela se mezclaban en un momento de desesperación. O al menos así lo percibió esa niña.
Hay hitos que marcan la historia de los pueblos y definen su carácter. Por suerte existen personas que sostienen esas memorias vivas.
Decido doblar antes, desviarme unas cuadras y pasar por el Filtro. Mientras camino me voy recordando a mí misma esta historia, rememorando dónde estaba, qué hacía, o que cosas traen el recuerdo de ese 24 de agosto. La parte de mi que no había nacido también recuerda, con mucha naturalidad, va contando como esa fecha está fija en su memoria, porque fue el día en que nació Sofi, y siempre mencionan que el hospital —y la ciudad— era una locura.
Mientras me converso y doblo por Gualaguay para ver el hospital, aunque sea desde la esquina, la ciudad me hace una guiñada. Al igual que en la primer caminata me regaló un mural lleno de margaritas, esta vez los primeros pasos me encuentran con un grupo de personas que frente al hospital pintan un mural con la cara de Fernando Morroni y Roberto Facal para que la ciudad no olvide.
Brazo Oriental
Mi camino no suele estar previamente estructurado, pero sí requiere de algunas pautas. Por ejemplo, cuáles son los puntos notables por los que quiero pasar, o cuales son las calles que no voy a dejar de recorrer. En este caso comienzo definiendo algunos barrios y termino de conectar la caminata mediante la identificación de una serie de plazas. Las calles por las que iré llegando a esos puntos serán aleatorias, un poco por donde me vaya dando ganas (o intriga), otro poco por donde me marque el mapa en el celu si ando medio perdida.
Camino algunos metros por Bulevar Artigas y enseguida me desvío por calles de barrio. El cambio es abrupto, apenas dejo la avenida y el paisaje sonoro cambia de los motores roncando al canto de los pájaros. Me río pensando que si fuera la escena de una película, el montaje parecería forzado.
Este cambio de escalas va a ser un continuo a lo largo del recorrido, va a generar que sienta que atravieso pueblos pequeños y ciudad grande con solo doblar en una esquina. Los paisajes van a ser de escalas completamente contrapuestas, como si las avenidas alojasen la ciudad y escondieran entre sus tramas un pueblo en el que habitan personajes de otros tiempos.
Camino estas veredas bordeadas de casas y panaderías rumbo al primer destino que es la Plaza de Deportes N° 12. La encuentro en obras, así que decido no cruzar y rodear la plaza hasta la zona en la que se intervino hace un tiempo, después de que les vecines ganaran un Presupuesto Participativo, para reacondicionar el área destinada a la primer infancia. Es en ese andar por la vereda de enfrente —buscando por dónde entrarle a la plaza— que veo al señor que escribe. La escena parece la de un pueblo en los años en que mis abuelos eran jóvenes. El hombre está sentado en la vereda, en un banquito de madera, escucha la radio que se resguarda entre sus piernas y escribe a mano, con una caligrafía perfecta, sobre su falda, algo que creo que se asemeja a unas boletas. El señor no me percibe, está completamente ajeno a mi presencia bulliciosa, como si nuestra existencia estuviera sucediendo en el mismo espacio, pero en dos capas de tiempo superpuestas que no se intersectan.
Al llegar a la plaza me sorprende la cantidad de infancias jugando, es un día soleado que invita a salir.
Jacinto Vera
Sigo caminando, esta vez rumbo a Jacinto Vera, entro y salgo de las avenidas, alterno entre calles de barrio, tranquilas, y el ruido del tránsito que hace a mi voz inaudible. Tanto es así, que busco llegar a los otros puntos que tengo marcados en el recorrido por calles más calmas. Experimento la tranquilidad de la vida barrial y avanzo hacia las siguientes plazas.
Descubro que todas las plazas están repletas de infancias, y solo en ese momento entiendo que estamos en vacaciones de primavera. Contenta con ese descubrimiento sigo caminando y casi como en una consigna de juego infantil me pongo a repasar que tengo en cada una de mis bolsas y mochilas: el tupper lo dejé en el laburo porque pesaba mucho; los ticholos los traje, obvio; también tengo tapones para los oídos; un cuaderno; lápiz; fuego y una punta; una batería; cable para el celu; desodorante; caramelos; agüita; el mate y un abrigo.
Mientras hago el conteo de petates voy pasando por dos plazoletas, y voy notando cómo el barrio va cambiando de carácter. Me distraigo en el encuentro con un árbol. Pienso que el entorno circundante al árbol es de un verde muy frondoso para estar en un rincón de la ciudad. Es un árbol de moras que me reconecta con la infancia y rememoro la boca manchada de negro que no me permitía disimular que había comido moras calientes y sin lavar.

Me saca del ensueño una situación que no esperaba, es una piba que le grita a un pibe que deje de seguirla. El pibe la sigue, él va a paso de peatón con su moto por la calle, se mete a contramano por Garibaldi solo para no perderle el rastro a ella que dobla por esa calle caminando por la vereda. Paro un segundo, evalúo que hago, decido seguirles, pero con distancia, no quiero hacer que la violencia escale. Doblo, les veo a media cuadra delante aproximadamente, me converso algo a mi misma, algo del tipo ¿será que cada vez que emprenda una caminata me voy a encontrarme con una situación como esta? Me lo digo atónita y les pierdo de vista. Busco un poco más exhaustivamente, pero no, ya no están. Así que sigo el recorrido rumbo al Club Goes.
Plaza Goes
En la parte de atrás del club, bueno no se si es el atrás o el adelante —pero en la parte que tiene la plaza, digamos— me encuentro con que pasa lo mismo que en las otras plazas: está repleto de infancias y personas adultas que les acompañan. El ambiente es dinámico, con niñes jugando y personas sentadas en el pasto. Diría que de disfrute del ratín de sol que le queda el día.
Pero —aún sin adentrarme en la plaza— así como reparo en el encuentro idílico de la mayoría, me alerto ante un grupo de adolescentes varones. No entiendo bien qué hacen, pero emanan tensión. Una parte de mi los observa desde hace un rato, apenas llegué los vi “en una”. No llego a entrar en la plaza cuando uno de los pibes lanza una botella de vidrio (de Coca Cola) contra el grupo. Los vidrios estallan al lado de un niño que los sortea con su monopatín como si nada pasara. Los pibes se van y dejan los vidrios ahí amenazantes entre las infancias. En la plaza nadie se inmuta, todo sigue con normalidad aparente.
Yo quedo atónita, no doy crédito de la situación. ¿Me voy a encontrar con este tipo de situaciones cada vez que salga a caminar? Espero que no.
Decido darle la vuelta a la plaza. Descubrí que el club había vivido un incendio y que por eso se vio afectada la huerta comunitaria que funcionaba ahí. Me reconforto en la pizarra que usan les vecines y que está así, escrita con “e”.
Sigo caminando, rememorando mi yo adolescente y cómo era ir a la plaza. Casi sin darme cuenta llego al Barrio de los Judíos, mejor dicho, Barrio Reus al Norte. Los comercios ya están cerrados, menos mal, sino sería una locura. Aprovecho para sacar una foto a las casas que son todas iguales y tan lindas. Me encuentro con un cartel de la película “Reus 2” y recuerdo el barrio en los 90 y 2000. Ahora ha cambiado tanto, pienso que, por ahí la cantidad de cooperativas de vivienda, la mejora de los espacios públicos, el MAM, todo eso debe haber contribuido, sin duda.
El cansancio, el fresco de la tarde que empieza a caer, el hambre, me hace decidirme por abandonar el último punto del recorrido y salir a buscar un café. Como ya estaba cerca de la plaza Goes, y esta estaba considerada en el recorrido inicial, paso por ahí. Me encuentro con la plaza renovada. Bueno, por lo menos para mí, que no vengo tanto para este lado, está equipada con cosas que me son novedosas.
Reparo en el espacio techado, y me alegro de que exista un lugar donde resguardarse si llueve o si hay rocío y estoy afuera. Muchas veces pienso en lo importante de los espacios abiertos pero techados. Aprovecho el mobiliario de la plaza para descansar el cuerpo y evalúo la posibilidad de tomar el café ahí mismo, pero pienso que cuando el sol termine de caer se va a poner mucho más frío. Busco un bar, pero al darme cuenta de que el único que ubico cerca para una merienda cierra a las 20 hs y está a unas cuantas cuadras, desisto, no me rinde.
En el recorrido mental que estoy haciendo aparece el MAM (Mercado Agrícola de Montevideo) y decido terminar el recorrido ahí. Alguna parte planificada quedó pendiente así que tendré que volver en un recorrido que bordee este barrio, y entonces voy pensando en la idea delirante de que llegue un día en que haya caminado toda la ciudad.
El MAM
Me voy aproximando y admirando del edificio, es tan lindo pienso. Me pasa lo mismo cada vez que voy. Me entretengo en una charla conmigo misma sobre las frutas y las verduras y la posibilidad de conseguir un aceite que estoy buscando desde hace un tiempo, pero el cansancio es absoluto, así que busco una mesa en un café. Aprovecho a pedir algo de merienda para ir soltando en la tibieza del descanso a cada una de mis partes, comenzar a desarmar el cuerpo colectivo, retornar a la individualidad, contarnos que sentimos, que pensamos, que vivimos de cara a poder después escribir este relato aunando las voces y las experiencias.
Salimos juntas, después de una charla larga y amena. Nos sorprendió en el cielo la luna llena coronando la belleza del encuentro.
1Monumento a Luis Batlle Berres, que simboliza sus brazos en alto, pero que popularmente en la ciudad se lo conoce como los Cuernos de Batlle por su particular forma.