Caminata 01

Bella Vista, Arroyo Seco, Aguada y Centro

jueves 13 de junio de 2024

Relato de Itzá, 26 de junio de 2024, Montevideo. Cuatro mujeres hemos decidido encarnar este cuerpo único y caminar. A este cuerpo que cada tanto habitamos colectivamente lo hemos llamado Itzá. El porqué de mi nombre es una historia trágica y a la vez hermosa, se basa en el personaje de un libro, una linda historia latinoamericana por la que deberían preguntar —una historia escrita por una mujer— pero en esta ocasión no me puedo detener en ello.

Sabrán disculpar si a veces me disperso y abro historias dentro de la historia, en una especie de matrioshka, y para colmo las dejo sin terminar. La dispersión es una de mis características, así que tendrán que hacerse de un poco de paciencia.

En fin, cómo les venía diciendo, he decidido salir a caminar. Es una caminata que tiene una intención, un sentido colectivo, pero que no me es del todo claro aún. Igualmente me animo a pensar que ese sentido se va a ir construyendo con el tiempo, y que por ahora basta con empezar a andar.

Vine con ropa cómoda a este punto de la ciudad que definí como el nodo de inicio del recorrido. Es cerca de las cinco de la tarde. El otoño se va terminando, pero todavía es otoño. Un día húmedo, uno de esos días en que se siente un calor pesado, pegajoso y completamente descontextualizado. Seguramente sea por eso por lo que el pelo no se me acomoda.

Este cuerpo que es nuestro, se apronta, se conversa un rato para ponerse al día y comenzar a andar por la ruta sugerida. ¿Me pregunto por qué se nos ocurrió andar por acá? Pero bueno, al fin y al cabo, se trata de una ruta tentativa, la voy a poder ir acomodando a mi antojo y necesidad. La invitación es a recorrer esta parte de la bahía.

Siento una alegría tranquila, como conocida, una energía particular que me encarna cuando este cuerpo se recompone, después de un tiempo de haber andado un tanto desmembrado e inactivo. Camino unos primeros pasos y la bienvenida me la da un muro pintado con margaritas que me acerca la memoria todavía tibia de la última Marcha del Silencio1. Notarán que abro acá un pie de página para introducirles esta temática que no sé si conocen, de modo de intentar no dispersar mucho la cosa, pero sepan que me dan ganas de contarles las sensaciones que se arman en mi cada vez que la ando.

Voy a intentar centrarme y hablarles sobre este cuerpo nuevo, colectivo, que personificamos. Es un cuerpo hembra. Condición que se evidencia cuando apenas a un par de cuadras del punto de partida comienza a menstruar. Constituye esta situación cotidiana el primer desafío que le planteo a la ciudad: ¿Qué baño tenés cerca para ofrecerme Montevideo?

Por suerte mi cuerpo te reconoce propia, te transita, te sabe, te recuerda. Me pauso un momento, recorro el mapa mental que guarda tus calles. ¡Listo! ¡Las Pioneras! Ubico la existencia de una plaza con baño que queda a unas diez cuadras del lugar en donde estoy. Se que voy a desviarme un poco, pero me va a permitir solucionar mis problemas menstruales y luego retomar el camino.

Me dispongo a andar en el mismo instante en que hago un movimiento torpe y me caigo. Cómo me caí no lo entiendo, porque fue muy rápido. Lo percibo después, cuando ya me estoy levantando del piso y puedo sentir el olor y la grasitud de una mancha de aceite. Una densa mancha oscura de aceite en el piso, en la vereda. ¡La vereda manchada con aceite! Miro a mi alrededor, está bastante desolado. No hay nadie, es una zona industrial, de talleres. No entiendo bien, galpones, un muro extenso, extenso, infinito. Y sin embargo encuentro un señor que me ve desde una ventana, un poco escondido, pero me mira. En todo caso puedo pararme, tal vez si no pudiera ese señor vendría a ayudarme. Me levanto.

Ahora estoy menstruada, engrasada, avergonzada, enojada, dolorida. Furiosa ¡¿Por qué hay una mancha de aceite en la vereda?! Esta vez me caí yo, mi cuerpo es joven, mis huesos resisten sin mucho problema. Me paro. Me duele un poco, pero puedo seguir caminando, incluso puedo hacer todo el recorrido que tenía previsto. ¿Y si fuera otro el cuerpo que caía? ¿Si fuera un cuerpo más débil, más viejo, que se rompe más fácil?

Al final me río un poco de mi torpeza también. El mate está intacto. Podría haber sido peor. Como buena uruguaya, vuelvo a calzar el termo abajo del brazo y sigo.

Intento hacer el camino hacia la plaza por las calles más cercanas a la bahía y al recorrido inicial, para no desviarme tanto. La bahía de Montevideo tiene una cantidad de kilómetros de playa, un paseo costero que es súper habitual, pero yo me dispuse a recorrer la otra cara, la parte de la costa que se relaciona con el mundo de lo productivo, con el puerto, con embarcaciones extranjeras, con playas de contenedores y desde hace unos años con la construcción de unas vías de tren para poder facilitar los caminos que requiere el extractivismo2. No es la primera vez que recorro la obra de este tren que parte ciudades al medio para comunicarse con el puerto, de modo tal que el territorio se nos escape de a grandes trozos. Pero ya les abriré un capítulo con esas andanzas, voy a tratar de mantenerme en tema. Se me hace difícil, porque como verán la ciudad es compleja y cada pasito que doy abre un vínculo hacia alguna otra cosa.

El hecho es que a las pocas cuadras me doy cuenta de que el camino se termina en las obras para las vías del tren, y que la calle por la que pensaba ir no existe más, o no está habilitada. Un poco por chusmear me arrimo hasta la valla para intentar ver cómo quedó el fondo de las casas, de esas manzanas que ahora no dan más a un pasaje o a una calle, sino a un alambrado que rodea la obra de las vías. Pensé: voy hasta el final, vuelvo y sigo caminando en paralelo por una calle que esté habilitada. Pero ahí parada contra el alambrado, veo a un pibe con su perro que pasan raspando entre la fachada de las casas y el alambrado y desaparecen, así que me dispongo a seguirlos y ¡gualá! Un pasaje muy apretadito me permitió caminar entre las vías y las casas. ¿Cómo será habitar esas casas cuando el ruidoso tren de carga pase constantemente como está previsto? ¿Cómo vibrarán las paredes de esas casas? ¿Las personas seguirán viviendo ahí? Trato de mirar por una ventana, y sí, claramente esas casas son habitadas, pegadas a un súper tren, que no es más el tren viejito de otrora que de niña llegué a escuchar desde la casa de mis abuelos.

Bueno, ésta deriva ya está siendo un poco un divague, y yo no me siento muy cómoda con mi situación actual, así que voy a meter pata para dar con ese baño. Paso por la fábrica de cerveza, le saco una foto al puentecito con la escritura de Pilsen y camino un poco más rápido, así me saco de arriba esta situación.

Está linda la plaza. Hace tiempo que no vengo, las enredaderas crecieron un montón. Por fin puedo ir al baño. Me imagino que hubiera pasado si esto me sucedía en un barrio de los que no conozco, o de los que no tienen casi ningún servicio. Bueno, de hecho, más tarde al retomar el camino inicial, voy a darme cuenta de que caminé unas cuantas cuadras sin saber que tenía un baño más cerca. Esto me lleva a preguntarme ¿Por qué la ciudad no tiene unos cartelitos que me digan: ‘che si te menstruaste tenés un baño acá cerca’? Me vendría bien también para cuando me acabe el mate y quiera hacer pis.

Me imagino que querrán saber algo al respecto de cómo es caminar esta ciudad siendo mujer o persona menstruante, al fin y al cabo, entiendo que para eso me leen. En primer lugar, permítanme decirles que es sumamente incomodo caminar manchada, con la inseguridad de no haber podido ponerme ni siquiera un poco de papel higiénico y sin saber si voy a sangrar más —además, con las manos todas engrasadas—. Se trata un poco de caminar imaginando el absurdo de que el baño tenga jabón, papel y un dispensador de adherentes … re que eso jamás va a pasar. La realidad es que me sentí dichosa de haber encontrado un baño sin la necesidad de tener que pagar un café, que no quiero tomar, para así usar el baño de un bar. Y eso que cuento con la suerte de poder permitirme ese gasto, me parece un absurdo que contar con la posibilidad de usar o no un baño sea una cuestión de grosor de billeteras. ¡Que mundo sin sentido! Bueno, por lo menos esta vez había un baño. Lo del jabón y demás amanities denlo por descartado. Usé un poco de alcohol en gel que quedó en la mochila de la época del delirio pandémico.

En fin, fui al baño, la plaza estaba preciosa, el baño prolijo, incluso tenía un lavamanos en el cubículo junto al inodoro, que me hizo pensar que si hubiera estado con la copa menstrual lo hubiera podido gestionar sin mucha complicación.

Seguí caminando y retomé —pese al desvío— la ruta original, con un paso manso, tranquilo, descontracturado, de alivio supongo. Cuando hago este tipo de recorrido me gusta ir sacando fotos, mirando la ciudad en detalle, observando los relatos de las paredes, las situaciones que se suscitan, los edificios nuevos, los viejos. Camino lento, claro, en mi cuerpo se entrelazan otros y el ritmo queda determinado por una multiplicidad de partes que deben acompasarse. A veces una de estas partes quiere un mate, a otra se le desata un cordón, a veces una parte se detiene para sacar una foto, a veces me doy cuenta de que un miembro se me quedó un poco desfasado y tengo que esperarlo para que no quede raro este cuerpo en la ciudad.

Aun así, es como si me colara en un segundo plano desde el que yo miro a la ciudad, pero la ciudad no me ve. Sin embargo, en un punto de mi caminata, por la calle Paraguay, esa dimensión invisible se rompe cuando por un momento me detengo a sacar una foto a un muro donde aparece la leyenda “no es sequía, es saqueo” y el hombre que está parado cerca de esa intervención me ve. Yo me doy cuenta de que la invisibilidad se quiebra cuando este hombre me mira, pero en un intento de recobrar la transparencia rápido doy media vuelta y sigo caminando.

Pese al esfuerzo van a bastar unos pocos pasos para percibir que el hechizo se rompió definitivamente. Escucho al tipo caminar tras de mí, lejos, pero lo escucho, y lo escucho porque grita. En un primer momento pienso que los gritos responden a la locura —hace ya un tiempo que cada vez veo más personas en Montevideo tomadas por ese tipo de locura que te abstrae y que hace que el sistema te destierre al frio de la calle y a una categoría de no humanidad—.

Igualmente advierto que eso no quita que los gritos vengan dirigidos a mí, o a ella. En ese momento veo a una mujer hacerse chiquita contra la pared, contra ese muro largo, inhóspito (salvo para las enredaderas y las ratas) que cierra Paraguay a mi derecha. Entonces desacelero el paso ¿y si es a ella?

Le busco la mirada como para entender si la mujer está en peligro, mientras los gritos del tipo se acercan. Es una calle muy transitada, a una hora muy transitada, probablemente las seis de la tarde. Autos y ómnibus que pasan sin parar, y a la vez un sentimiento de cierta soledad y aspereza, porque esos autos llevan a la gente ahí encapsulada, pero lo que a mí me está pasando, esta situación, la vivo acá en este cuerpo tangible, expuesto, pequeño, en este tiempo, que es el tiempo del paso, del caminar.

El muro, al lado mío siempre el muro, muro que cada tanto tiene unas pequeñas hendiduras. En una de esas hendiduras es que se resguarda la mujer, que un tanto ensimismada mira en dirección al hombre. Entonces doy por descontado que el hombre le grita a ella. Y de nuevo, ¿Le grita a ella o me grita a mí?

La miro cómplice como diciendo “bueno, es ahora, estoy acá, corré, decime algo” relentezco el paso. La sigo mirando, pero la mujer no me mira, no corre, no se mueve de ahí. Entonces un ciclista para, yo sigo caminando, pero lento y cada tanto miro para atrás porque los gritos no se silencian. Veo que el ciclista y el hombre se enfrentan sobre el cordón de la vereda. Miro la escena. Si hay que correr no tengo hacia donde, el muro recorre toda la cuadra y más, de ese lado la pared parece impenetrable, no hay casas y solo una cuadra me separa del borde de la bahía. Tengo que cruzar, pero el tránsito es rápido y denso.

En un hueco que deja el tránsito aprovecho para cruzar corriendo y pararme del lado opuesto de la calle, sobre la otra vereda. Entonces miro al hombre y al ciclista y el miedo se incrementa, el hombre está muy violento y empuja al ciclista hacia la calle transitada, pienso que va a generar que lo atropellen. El corazón se acelera, no sé qué hacer.

El hombre le agarra la bicicleta y el ciclista no puede salir. La mujer no se mueve. Entonces me veo bajo la necesidad de hacer lo que no quería, lo único que puedo hacer desde acá es llamar al 911 para que venga la policía, hay una mujer que creo que está en peligro, y un tipo re sacado con un cuchillo está violentando a la gente en la calle.

Llamo, me preguntan un montón de cosas, si está armado, que relación tiene con la mujer, cómo está vestido, si lo conozco, y no sé cuantas cosas más. Mientras respondo en automático me invade la tristeza, la culpa y la impotencia. ¿Qué va a pasar con ese tipo si viene la cana? ¿Cómo lo van a tratar? ¿Cuántos más se van a comer un garrón por estar vestidos como él, o por porte de cara? ¿Estaré exponiendo a esa mujer a más peligro? La impotencia me invade.

El ciclista logra irse, a la mujer no la veo más y el tipo viene hacia mí. Por suerte crucé y estoy del lado de la ciudad, así que me escurro rapidito por las calles para perderlo. En esa caminata apretada y rápido me cruzo de frente con el ciclista y hacemos una pausa para preguntarnos mutuamente si estamos bien. El intercambio es breve, el ciclista se va y yo percibo que estoy parada sobre un charco de agua.

Me tomo un instante para mirar los championes mojados y mis ojos van buscando de dónde sale tanta agua. Es un caño roto ahí nomás en la vereda. Y como en un loop extraño en el que me veo envuelta mi mente retoma la inscripción en el muro de unas cuadras atrás: “no es sequía, es saqueo”.

El año pasado nos vimos inmersos en una crisis de sed. Nos quedamos sin agua potable en las canillas de nuestras casas. Yo siempre había tenido el agua ahí, la daba por descontado, abría la canilla y el agua potable salía, y listo, la vida funciona así. Bueno, el año pasado no. El año pasado abría la canilla y el agua salada mataba las plantas, enfermaba a mi gata, me rompía el calefón, no servía para el mate, mucho menos para tomarla. Entonces nos dispusimos a llenar la ciudad de bidones de plástico —carísimos— que contenían un agua que sí podíamos tomar, que estaba potabilizada. Y hoy el agua corre, limpia, pronta para abastecer la vida y se escurre por la calle entre las hojas, la basura, la mugre, los autos y el ruido de las seis de la tarde. Y es como ver que lo que se escurre es la vida misma, ahí, simple, llano, se va. Llamo, hago la denuncia. Tengo el número de reclamos guardado en el celular.

Al final mi camino se fue viendo afectado por una infinidad de cosas. Pienso: ya está, ya pasaron bastantes cuadras voy a volver a mi camino original. Cuando llego a Paraguay miro disimuladamente, lento a ver si el hombre sigue ahí. No, lo perdí hace rato, ya no me sigue, puedo caminar. Sigo caminando, desvío por Galicia, paso por la terminal de ómnibus, me aproximo a la rambla portuaria. La noche va apareciendo sobre el puerto.

Parada, mirando hacia el puerto tiro una moneda para ver si sigo por el camino largo que bordea la ciudad vieja, o si meto una transversal que acorte el camino y me lleve al centro más rápido. Sale el camino largo. Empiezo a caminar, pero casi como haciéndome la sonsa meto una curva y acorto el camino. La consigna era el camino largo, la moneda me manda por el camino largo, pero con todo lo que pasó me siento un poco agobiada. El ruido de los ómnibus es agotador, estoy cansada. Y justo en esta esquina, esta esquina es un poco triste, de este lado tiene unos muros altos viejos, raídos. Y cuando miro hacia enfrente, hacia la bahía, veo contenedores, escalas industriales, una ciudad que me es impropia, donde mi cuerpo queda desprotegido y la noche está ahí asomando.

Esta nochecita que cae en este día húmedo y caluroso, de este calor tardío con gusto a cambio climático, me hacen justificar más fácil el atajo. Me meto en la Ciudad Vieja.

Ya sé que voy a terminar la noche en un bar, esa consigna está ahí desde el inicio, era premisa. Siempre supe que me iba a tomar una cerveza cuando la recorrida terminara. Entonces camino hacia Plaza Independencia, la cruzo, hago unos pasos sobre 18 de Julio, y miro de cotelete al Salvo. Está tan lindo el Salvo que esta vez le voy a pasar por abajo, por adentro. Esas cosas que hacen quienes turistean, pero que yo no hago acá porque es la ciudad donde vivo. Voy a ir por acá y punto, porque hoy puedo, porque hoy estoy caminando porque sí, porque hoy compuse este cuerpo para andar, para recorrer, para mirar la ciudad desde otro ángulo. Entonces la energía cambia, es otra, de pronto soy turista. No sé, me siento como otras veces que he encarnado viajes en otras partes del mundo y que he mirado todo con deslumbramiento. Y miro esta arquitectura hermosa, y miro la plaza, y las galerías y de repente las personas me aparecen distintas, y la vida más amable, y yo estoy contenta. Es así como defino que el camino tiene que ir cerrando por ahí.

Me voy a buscar una cerveza, ya fue, y fue un montón. La pasé bien y la pasé mal.

Camino por el centro rumbeando hacia el bar. Yo ya sabía que quería venir a este bar, la fugazzetta era un recomendado así que listo, voy a probarla hoy. Entonces acomodo una mesa afuera, porque es una nochecita de un otoño muy entrado, pero de calor. Preparo cinco sillas, el cuerpo se desarma y cada parte de mi ocupa su lugar correspondiente.

1La Marcha del Silencio es una manifestación pública que se realiza ininterrumpidamente desde 1996 todos los 20 de mayo en Montevideo y en el resto del país para pedir “verdad, memoria y justicia” por los detenidos desaparecidos en la última dictadura cívico militar que tuviera lugar en Uruguay en los años que van de 1973 a 1985. La misma es convocada por Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos. https://desaparecidos.org.uy/marcha-del-silencio/2El extractivismo es un modelo de crecimiento económico basado en la primarización de las exportaciones, o la venta al exterior de recursos naturales poco transformados.