Genocidio en Gaza y la resistencia de las mujeres desde el cuidado de la vida.

Conversatorio por Palestina

Lunes 16 de Junio

Sábado 14 de junio de 2025

(Este relato recopila intercaladas las voces de las integrantes del Colectivo Habitadas, de las compañeras de la Coordinadora por Palestina en Uruguay y las reflexiones que compartieron quienes se acercaron al encuentro, en un intento de poner en común lo que pensamos, lo que dijimos, en un ámbito de intercambio horizontal y de creación de una voz colectiva). 

De a poco vamos llegando a esa casa por Tristán que nos abrió sus puertas. Nos tocó una mañana fría y llueve, pero la sopa está pronta desde la noche anterior y Estela nos mandó pan casero. Al frío se le gana con encuentros, así que esperamos pacientes.

Cuando llegan las compañeras de la Coordinadora por Palestina (CxP) en Uruguay, nos presentamos y comienza a armarse la ronda que, poco a poco, se irá completando. 

Las kufiyya están presentes desde temprano, pero con la llegada de ellas la casa se va tiñendo de verdes, rojos, blancos y negros. El olor de la sopa, los jarritos prontos y una variedad de mates que circulan, van transformando en hogar el ambiente. 

Con la ronda lograda, agradecemos el impulso y la presencia de las compañeras de la Coordinadora junto a quienes se animaron a asistir y nos disponemos a escucharlas. Entre agradecimientos mutuos, nos proponen un encuentro para que la palabra circule. Cuando encuentran el momento propicio, la conversación comienza con la lectura de un poema:

Gaza, mujeres y menstruación. El holocausto de los cuerpos

Sangré durante diez días en octubre
sin tener acceso a un baño real.

La casa en la que nos refugiamos, como la mayoría de los refugios en Gaza, no ofreció privacidad.
Cuarenta personas dormían en dos habitaciones. El baño no tenía puerta, solo una cortina rota.
Recuerdo esperar a que todos se durmieran para poder lavarme con una botella de agua y trozos de tela. Recuerdo haber rezado para no manchar el colchón que compartí con tres primos.
Recuerdo la vergüenza - no de mi cuerpo, sino de no poder cuidarlo.

En la guerra el cuerpo pierde sus derechos.
sobre todo el cuerpo femenino.

Los titulares rara vez hablan de esto, lo que significa para una niña tener sus periodos bajo bombardeos, madres obligadas a sangrar en silencio y abortar en suelos fríos o a dar a luz bajo drones. La guerra en Gaza no es sólo una historia de escombros y ataques aéreos. Es una historia de cuerpos interrumpidos, invadidos y negados descanso. Y sin embargo, de alguna manera, estos cuerpos todavía existen.

Como mujer palestina y estudiante desplazada que ahora vive en Egipto, llevo conmigo este recuerdo corporal. No como una metáfora, sino como un hecho. Mi cuerpo todavía tiembla ante los ruidos fuertes. Mi digestión es loca. Mi sueño está destrozado. Conozco a muchas mujeres – amigas, parientes, vecinas – que desarrollaron enfermedades crónicas durante la guerra, que perdieron la menstruación durante meses, cuyos senos se secaron mientras trataban de amamantar en refugios. La guerra entra al cuerpo como una enfermedad y se queda.

El cuerpo de Gaza es un mapa de interrupción.

Aprende rápidamente a luchar, a ocupar menos espacio, a estar alerta, a suprimir el deseo, el hambre, la hemorragia. La naturaleza pública del desplazamiento destruye la privacidad, mientras que el miedo constante agrava el sistema nervioso. Las mujeres que una vez apreciaron su castidad ahora se cambian de ropa delante de extraños. Las chicas dejan de hablar de sus periodos. La dignidad se convierte en una carga que nadie puede permitirse.

Esta es la paradoja de la supervivencia: el mismo cuerpo al que se le niega la seguridad se convierte en el instrumento de resistencia. Las mujeres hierven lentejas a la luz de las velas, calman a los niños en el sótano, acunan a los muertos. Estos actos no son pasivos; son radicales. Tener periodos, llevar, alimentar, calmar – en medio de la destrucción – significa insistir en la vida.

Vuelvo una y otra vez a la imagen de mi madre durante la guerra. Espalda curva en una olla, manos temblando, ojos rascando el techo con cada ruido. No comería hasta que todos los demás lo hicieran. No podía dormir hasta que los niños lo hicieran. Su cuerpo llevaba la arquitectura de la guerra y la maternidad al mismo tiempo. Ahora me doy cuenta de lo política que era su fatiga - cómo su trabajo, como el de tantas mujeres palestinas, desafió la lógica de la aniquilación.

No hay tienda de campaña para cadáveres en Gaza.
No hay espacio seguro donde el cuerpo femenino pueda desarrollarse sin miedo. La guerra nos despoja - no sólo de nuestros hogares y posesiones, sino también de los rituales que nos hacen humanos: lavarse, tener menstruación, procesar el dolor en privado.
Pero incluso sin un refugio, nuestros cuerpos perduran. Se acuerdan. Ellos aguantan.

Y tal vez, en su temblorosa perseverancia,
Escriben la historia más verdadera de todas.

Mariam Khateeb - 19 de mayo de 2025

“Me da cosa leer este poema —dice una de las compañeras—. Lo escribió ayer, pero mientras lo leo no puedo dejar de pensar que tal vez mañana maten a la autora.” Ese miedo a leer es casi supersticioso, pero también es una forma de cuidar la vida. En este momento, incluso, da pudor escribirlo.

El poema nos trae la dimensión humana de algo que podría parecer lejano. Lejano en la geografía, distante en la experiencia. Pero rompe la distancia y se vuelve íntimo cuando el dolor encuentra cuerpo, cuando una voz lo nombra.

A partir de allí, la conversación toma otro espesor. Se abre paso el tema de los cuerpos en el contexto del genocidio y el relato se vuelve intensamente doloroso. Se comparten escenas imposibles de olvidar: los cuerpos del hambre, del exterminio. Personas mayores, niños, niñas, incluso animales. Los perros en cambio están gorditos, pero porque se alimentan de cadáveres, cosa que en un contexto normal jamás pasa. En el silencio profundo de la casa se sienten los suspiros. La crudeza es extrema, pero necesaria: hay momentos en la historia en los que no hay lugar para la metáfora.

ANTES DEL 7 DE OCTUBRE

El conflicto en Palestina no comenzó el 7 de octubre.

Palestina está ubicada en un territorio con características geopolíticas concretas que lo han vuelto históricamente codiciado. Se trata de una región con población ininterrumpida desde los orígenes de la humanidad, constantemente atravesada por imperios y procesos de colonización.

Situada en un punto estratégico —la confluencia entre África, Asia y Europa—, Palestina ha sido históricamente disputada.

A fines del siglo XIX, durante la administración otomana, se permitió el ingreso de oleadas migratorias de colonos sionistas europeos, quienes, en pocos años, llegaron a sumar unos 30.000 frente a una población mayoritariamente árabe palestina musulmana, con minorías cristianas y judías ya existentes en el lugar.

Tras la Primera Guerra Mundial, con la caída del Imperio Otomano, Gran Bretaña comienza a ejercer control sobre Palestina bajo el sistema de mandato. En ese marco, el gobierno británico promete al movimiento sionista europeo su apoyo para establecer una tierra sionista en Palestina, desconociendo los derechos políticos de la población árabe que habitaba históricamente la región.

Las oleadas migratorias de colonos nos traen inevitablemente la comparación con la colonización española en estas tierras que habitamos. Miramos el mundo desde donde vivimos, desde lo que conocemos; tal vez porque así sea más sencillo entender. Entonces aparece la referencia inevitable: la masacre sobre los pueblos originarios en nuestro propio territorio, la desposesión, la aculturación, el mestizaje forzado. Se asemeja, en su violencia simbólica y material, a lo que se pretende con Palestina. 

La judaización se produce mediante la ocupación de barrios-aldeas, a los que se les va cambiando los nombres: de nombres árabes a nombres hebreos. Es un proceso que lleva décadas, una forma lenta y sistemática de alterar la cultura de un pueblo hasta desconfigurarlo. La construcción de nuevos poblados hebreos sobre las ruinas palestinas ha empujado, como respuesta, la reivindicación de los nombres originarios. Esa tarea de memoria ha sido sostenida, en gran parte, por las mujeres.

GUARDIANAS DE LA MEMORIA 

En 1947, la ONU resuelve la creación de dos Estados —uno judío y otro árabe—, y establece que Jerusalén quede bajo control internacional por su valor para las tres religiones monoteístas. Uruguay vota a favor de esa resolución y, con ello, se vuelve también responsable. En 1948 se instala oficialmente el Estado de Israel. Ese acto da inicio a la Nakba —que en árabe significa catástrofe—, marcando un punto de inflexión en la historia palestina. Un quiebre que no se detuvo.

La Nakba trajo consigo cientos de miles de personas expulsadas, pueblos arrasados y una historia de despojo que encontró, sin embargo, su forma de resistencia. Cuando las familias palestinas eran obligadas a dejar sus hogares, muchas se llevaban consigo las llaves. No como un símbolo, sino con la certeza de que volverían.

Esas llaves fueron resguardadas, en la mayoría de los casos, por las mujeres. En el seno de cada familia, la llave se fue transmitiendo de generación en generación. Pero para comprender la profundidad de ese gesto, es necesario entender que la estructura familiar árabe no se parece a la concepción occidental: la familia es la aldea.

La matriarca —la mujer más antigua— guarda la llave y, con ella, la memoria. Narra. Recuerda. Muestra a las nuevas generaciones en qué rincón se plantaban las naranjas, desde siempre.

Mientras la noción de patria ha estado históricamente ligada al discurso masculino, a los actos de los hombres y a sus gestas militares, lo que emerge aquí es algo diferente. Una matria: no construida en torno al heroísmo épico sino desde el resguardo cotidiano, el cuidado de la vida y la memoria.

A menudo se ve a las mujeres palestinas sólo como madres, pero no como luchadoras. Sin embargo, su maternidad ha sido también una forma de resistencia. Ya en los años 70, muchas comenzaron a cuestionar abiertamente el patriarcado en sus propias comunidades. La suya es una doble lucha: por la liberación de Palestina y también por su emancipación como mujeres.

Organismos internacionales estiman que, en seis décadas, entre 10.000 y 15.000 mujeres palestinas han sido detenidas en prisiones israelíes. Esta realidad nos interpela también desde aquí, donde defendemos la memoria con la misma fuerza que recordamos la última dictadura militar. En ese vínculo de lucha, reivindicamos el papel de las mujeres palestinas como combatientes: no solo maternan, sino que no temen tomar un fusil para defender sus pueblos.

Israel las convierte en objetivo por razones demográficas, conscientes de que las familias palestinas suelen ser numerosas.

Leila Khaled, reconocida defensora de los derechos palestinos, identificó cuatro formas de opresión que atraviesan a las mujeres: la clase, la costumbre, lo social y lo sexual. Para ella, la resistencia palestina es también una vía para la liberación femenina.

Además, muchas mujeres sostienen la memoria y la lucha desde el exilio, cuidando que la voz palestina no se pierda ni se apague, aun cuando estén lejos de su tierra.

En estas reflexiones que surgen durante el encuentro, a partir de la mirada de Leila Khaled, se cuelan escenas escandalosas y dolorosísimas, movidas por el odio y el exterminio. Alguien dice:

— “A las mujeres no solo las matan, el ejército israelí les abre las panzas por odio, por exterminio.”

Esta charla sobre la resistencia femenina, la maternidad en condiciones inhumanas y las violencias específicas que se ejercen sobre sus cuerpos, nos lleva a un nuevo paralelismo con Uruguay. Acá, las presas políticas denunciaron los abusos sexuales sufridos en la última dictadura sólo décadas después de haber ocurrido.

Recién en 2011, un grupo de ex presas políticas rompió el silencio e hizo públicas las denuncias de violencia sexual ante la Justicia, señalando que esos crímenes no fueron hechos aislados, sino una forma sistemática de tortura y dominación.

El conflicto de maternar en esas condiciones extremas, y al mismo tiempo resistir sosteniendo la vida, plantea preguntas profundas:

¿Cómo sostenemos y somos nosotras hoy guardianas de lo que sucede?

¿Cómo se cuenta esta historia, y desde dónde?

Si las noticias omiten palabras, ¿cómo nombramos lo que pasa?

BORRAR DEL MAPA 

Borrar del mapa la experiencia de las mujeres opera en un doble sentido: en la historia y en el territorio.

¿Cómo recuperamos el derecho a existir desde una identidad colectiva? Frente a esta pregunta surge una reflexión dolorosa: la vergüenza que rodea la experiencia femenina en contextos de encierro y violencia. La tortura específica, la violencia sexual, la menstruación en prisión —todo lo que implica el cuerpo de las mujeres en esas condiciones— ha sido históricamente cubierto por un manto de silencio social. No suele formar parte del relato común. Y menos aún cuando el exterminio es el contexto.

Desde allí, se enlaza otra dimensión de esta violencia: la obstinación del ejército israelí por llevar adelante una limpieza étnica. El cuerpo de las mujeres palestinas se vuelve un objetivo: si no hay nacimientos, no hay pueblo.

También surgen memorias locales, hay un ir y venir que se vuelve inevitable. Las mujeres rehenes durante la dictadura uruguaya, ocultas en el relato oficial, son un claro ejemplo de cómo opera el mecanismo patriarcal. De los rehenes, conocemos ocho nombres: todos varones. Fueron figuras públicas, aparecen en los libros, en las películas, en la historia contada. Pero también hubo nueve mujeres.

El ocultamiento del rol de las mujeres viene de más lejos. Y alguien se remonta a la época artiguista, por ejemplo, cuando a las lanceras —mujeres que lucharon a caballo en las milicias— se las describe como prostitutas o acompañantes, borrando así su papel político y militar.

La autora del libro 38 estrellas (Josefina Licitra), al indagar por qué las mujeres ex presas políticas habían dado tan pocos testimonios sobre la histórica fuga del Penal de Cabildo, recibió como respuesta una frase que resuena con fuerza:

— “Nadie nos preguntó nunca.”

Y así llegamos a otra pregunta: ¿cómo se puede seguir amando en situaciones espantosas?

Esa capacidad de sostener el amor, incluso en medio del horror, también es una forma de resistencia.

Alguien trae a la ronda una memoria cercana: la de la Tota Quinteros. Habla de una forma de militancia distinta, encarnada en lo cotidiano, en las ollas, en dejar siempre un plato más servido, en la puerta abierta. Sostener la vida como forma de resistencia.

Eso hicieron —eso hacen— muchas mujeres. Lo hizo la Tota. Lo hacen las mujeres palestinas.

Esa historia muchas veces no se cuenta, queda al margen. Se invisibiliza.

En Palestina, dicen, esa parte de la historia —la que tiene como protagonistas a las mujeres que cuidan, que sostienen, que transmiten la memoria— está más presente en lo cotidiano. Se transmite dentro de las familias, entre generaciones.

Las reflexiones se comparten mientras las manos que sostienen la ronda se entibian con un cuenco de sopa.

CARTOGRAFÍA DEL APARTHEID

¿Cómo se forma un soldado desde el odio? ¿Cómo se llega al orgullo del fascismo? La respuesta parece comenzar en la infancia: una pedagogía de la enemistad, una educación construida sobre la negación del otro. En los libros escolares israelíes, los mapas enseñan más que geografía: enseñan a ver lo palestino como inexistente. En la cartografía se presentan códigos comunes —el marrón para las alturas, el verde para las llanuras, el celeste para el agua— y el blanco, para la nada. En esos mapas, el territorio palestino aparece en blanco. No está. No se nombra. Así se forman las infancias: sobre un territorio donde el otro no existe.

Una voz en la ronda trae una comparación con el racismo en Estados Unidos, evocando a Rosa Parks, en 1955, resistiéndose a ceder su asiento ante el mandato de “Negras al fondo”. “Eso pasa con los palestinos hoy”, se dice. El racismo es institucional. Más de 65 leyes israelíes sostienen un régimen de segregación legalizada. Es este sistema lo que empuja el estallido de la Primera Intifada en 1987. Solo entonces surge Hamas. Hasta ese momento, no existía. Es importante decirlo, porque el desplazamiento y el exterminio del pueblo palestino comenzaron mucho antes.

Hoy, las mujeres palestinas sostienen la vida en medio del hambre y del bloqueo.

Y alguien pregunta:

¿Existe, en este contexto, una forma de resistir de manera colectiva de las mujeres? ¿una forma concreta de asociación?

Existen organizaciones de mujeres palestinas, pero es importante entender que mucho de lo que se sostiene nace del propio entramado comunitario y cultural. Actividades como cultivar la tierra, producir aceite o formar una familia no son individuales sino que resultan ser tareas necesariamente colectivas, donde participa toda la aldea. La forma de asociación familiar es distinta a la que conocemos en occidente. 

Además, existen múltiples micro organizaciones feministas. Pero también ahí el enfoque es diferente. La noción de un feminismo que se piensa, se debate, se articula requiere un tiempo que no aplica de la misma forma. En Palestina, el feminismo se ejerce desde la urgencia, en medio de la masacre. Se trata de resistir mientras se materna, se cuida, se cocina, se sostiene. Un feminismo nacido de la necesidad de sobrevivir.

En medio del encuentro, alguien pregunta:

¿Qué es lo que hace que hoy exista esta crudeza?

Surgen respuestas:

La visibilidad global responde a la brutalidad sin precedentes. Ya hay más de 55.000 personas asesinadas; de ellas, al menos 18.000 son infancias. El horror actual es tan extremo que no puede ser ignorado.

Y, a diferencia de otras épocas, hoy las redes permiten que la voz palestina circule, que el mundo vea. Las comunicaciones tienen un rol central en esta lucha por la verdad.

Un ejemplo de esto es el caso de Gaza: bloqueada por aire, mar y tierra desde 2005. Este tema fue muy relevante recientemente en tanto adquirió visibilidad con la Flotilla de la Libertad. Fue entonces cuando el bloqueo se volvió un tema ampliamente visibilizado a nivel global.

Este nivel de brutalidad no solo expone el dolor de un pueblo, sino que también deja al desnudo la fractura del orden jurídico internacional. Lo que se está rompiendo no es solo el derecho a la vida de miles de personas: es el propio pacto global sobre cómo coexistir. Las normas que alguna vez pretendieron organizar la vida en común entre los Estados hoy aparecen resquebrajadas. Ese quiebre no solo interpela: exige una respuesta del mundo entero.

 

MIRAR AL COSTADO

Ante una nueva pregunta, las compañeras se disponen a responder.

La Coordinación por Palestina no es un grupo homogéneo, sino una articulación de personas y organizaciones que, en diferentes momentos, se han encontrado para visibilizar la situación en Palestina. Existe como tal desde 2014, aunque su visibilidad ha crecido en los últimos tiempos. Nace a partir de una tradición de grupos específicos de solidaridad con Palestina que han existido en Uruguay desde los años 70.

Los movimientos de solidaridad internacional siempre tuvieron una fuerte impronta en Uruguay. En los años 1968 a 1970, la efervescencia política y cultural nos llevaba a leer, a informarnos, a sentirnos parte de lo que pasaba en todo el mundo. Luego vino la dictadura, y ese impulso fue desarticulado. Al retornar la democracia, el mundo ya era otro. En los años 90, el individualismo ganó terreno. La cultura del “hacé la tuya”, representada por figuras como Fido Dido, marcó un cambio profundo en el tejido social. Retomar la solidaridad internacional costó mucho.

En los 2000 vuelve a surgir ese impulso. En 2012, tras una nueva ofensiva militar israelí sobre Gaza, se crea el Comité Palestina Libre, con fuerte presencia del movimiento sindical. En 2014 se conforma, de manera no permanente, la Coordinación por Palestina, que se activa cada vez que es necesario. Participan allí organizaciones como la FEUU, Crysol, Serpaj, Familiares, estudiantes de secundaria, colectivos barriales y muchas personas independientes. El objetivo común: visibilizar lo que sucede en Palestina y generar un espacio de coordinación frente al horror.

La pandemia también nos metió para adentro. Y no solo eso: quince años de gobierno del Frente Amplio generaron una institucionalización que desactivó en parte los comités de base, esos lugares donde se daba la discusión política. Hoy, sin embargo, hay un proceso de reactivación. Comités que nos vuelven a llamar para hablar. Gente que quiere organizarse. Volver a decir.

Por eso duele tanto lo que dicen algunas figuras políticas, como Orsi. No puede ser. No podemos mirar al costado.

Tampoco podemos hacerlo ante lo que pasa en Argentina, ni acá mismo. En Uruguay hoy muere gente durmiendo en la calle. Dos personas descompensadas fueron asesinadas por la policía. Un adolescente, en una casa de acogida del INAU, se quitó la vida. Tampoco estamos hablando de eso. 

Nos preguntamos: ¿Cómo hacemos para que el Estado uruguayo asuma que esto es un genocidio?

Y al mismo tiempo: ¿Alcanza con reconocerlo? ¿Cómo lo frenamos? ¿Qué herramientas tenemos los pueblos para exigir que se haga algo?

Uruguay es uno de los principales exportadores de carne a Israel. Mandamos ganado en pie, no solo contribuyendo a sostener un ejército que mata de hambre a otro pueblo, sino también perdiendo la posibilidad de generar trabajo acá primarizando la industria. Esa decisión es política. Y es nuestra responsabilidad señalarla.

Tenemos, además, una oficina de la ANII (Agencia Nacional de Investigación e Innovación) en Jerusalén. ¿Cómo puede ser que, en medio de un genocidio, el gobierno uruguayo refuerce vínculos con el Estado ocupante? No debería haber ninguna representación uruguaya allí. Jerusalén es territorio en disputa, bajo mandato internacional. Tener presencia institucional allí es tomar partido.

El desarrollo tecnológico, cuando está al servicio de la guerra, no es progreso. Que Uruguay coopere en investigación científica con Israel, en este contexto, es también cooperar en el desarrollo de nuevas tecnologías aplicadas a la ocupación, al control, a la muerte. No podemos mirar para otro lado.

En este punto, se valoró con fuerza la declaración reciente de la Universidad de la República, que con claridad desglosa su posición: no enviar personal, no apoyar convenios, no sostener vínculos institucionales con quienes avalan el genocidio.

Nos preguntamos: ¿Cómo este país va a subsidiar una investigación al servicio del exterminio de un pueblo?

Estas preguntas no son retóricas. Son urgentes. Y nos convocan.

Porque si algo quedó claro en esta conversación es que el silencio también mata. Y que la calle sigue siendo el lugar donde hacemos memoria y exigimos justicia.

¿Y AHORA QUÉ?

Todxs en la calle.

Las compañeras que ofrecieron su palabra en este conversatorio, convocado por el colectivo Habitadas junto a la Coordinación por Palestina, lo hicieron poniendo el cuerpo, el tiempo y su conocimiento. Se acercaron generosamente, en medio de agendas colmadas de compromiso —del encuentro se iban a otras dos charlas, a pintar muros y preparar la concentración del martes— y eso no las detiene.

Nos invitan, nos interpelan, nos llaman a no mirar al costado.

El martes 17 de junio a las 18:30 horas nos encontramos frente a Plaza Independencia.

Vamos con el compromiso de un pueblo que no deja en soledad a quienes están atravesando un genocidio.

Nos vemos en la calle. Porque cuando los Estados callan, los pueblos hablan. Y cuando la vida está en riesgo, la solidaridad se vuelve urgente.